lunes, 4 de junio de 2007


El día que logre desprenderme de todas mis influencias tal vez consiga ser yo mismo, aunque por alguna razón me temo que si algún día lo consiguiese ese “yo mismo” sería una vacuidad más, la vacuidad en sí, pues sólo hay una. Así me cabe preguntarme sobre cuál es el motor y el filtro de mi inconsciente y consciente selección de influencias. La respuesta está en ese “yo” supuesto, pues “yo” sólo hay uno.


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Me resulta bastante difícil despreciar a aquellos que no conozco, sin embargo es demasiado fácil hacerlo con los conocidos.



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Resulta difícil integrarse en uno mismo sin en realidad sentirse ajeno respecto de sí, pues estamos llenos de silencios, ocupados por mentiras y naufrangado en una existencia sin contenido, pues esa existencia no es sino un cúmulo de instantes vacíos, de minutos que se escapan irremediablemente, cada orgasmo se pierde en el pasado y sólo perduran las cicatrices de las desgracias, que desfiguran la anatomía de nuestro espíritu hasta humanizarnos. Nada nos es ajeno del todo, pues todo lo que ocurre en este universo tiene que ver con nosotros, seguramente a nuestro pesar; de ahí que el desinterés por el mundo esté relacionado con nuestra propia decadencia, tan placentera tantas veces, pues no es sino una venganza hacia ese mismo universo que nos obnuvila con su dudosa consistencia. Me soy ajeno en la medida que me separo de lo de ahí fuera, pues uno no huye sino de sí mismo cuando en un arrebato de lucidez percibe que todo prosigue sin nosotros, que el futuro está tan hueco como el pasado y que el presente perfecto no existe más que un segundo, y un segundo es tan efímero como sus contenidos. Se me escapa la vida entre naderías, naderías que son eslabones que pueden romperse. En cualquier caso prefiero acumular orgasmos que desgracias, pues humanizarse es perderse a “sí mismo”, lo único que tenemos en realidad durante un periodo más o menos largo, más o menos corto. Vivir es dejar escapar la vida. De lo que se trata es de encontrar un modo sensato de hacerlo. Espero conocerme antes de arrepentirme.


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La desesperación es sucumbir ante el golpe de la Verdad, de cualquier verdad que queramos omitir. Así que desesperado es aquel que no encuentra el valor para aceptar la verdad que le va a aplastar. Es decir, casi la totalidad de la población de este inmundo mundo es un mensajero de la desesperación. Se quiera o no, aunque esta idea nos desespere.


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Por alguna razón, patológica o no, siento en las noches de los domingos la sombra de un frío miedo, a la vez que el calor de una verdad oculta tras cada sentimiento, verdad que consiste en que cada instante es un milagro explicable, una excusa para concebir ideas, ideas próximas a esperanzas, esperanzas no siempre halagüeñas. Con el fin de cada ciclo y con el comienzo del siguiente la experiencia nos hace estar alerta. Resignadamente alerta.


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Una pobre señora en el autobús, una inmigrante desarrollando tareas poco gratas, destinada a una existencia irremediablemente triste, gris, quizá penosa. Cómo no compadecerse, cómo no lamentar que la mayor parte de la humanidad comparta ese mismo destino, sino peor. En realidad todo eran suposiciones, ignoro si esa “pobre señora” es pobre, desarrolla tareas poco gratas, es inmigrante o su existencia es triste. Pero me resulta fácil suponerlo, a veces creo que todos somos así. A veces la compasión es terapéutica.


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La vida es suicida, de ahí que la muerte llegue siempre. La vida es tan efímera como su sentido, por eso puede ser tan maravillosa y tan abominable. La vida es tan absurda como necesaria.


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Escribo para ser, pero para ser como imagino que soy.





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Debería grabar en vídeo toda mi existencia. Sólo visionando mi vida puedo llegar hasta el fondo de mi propia estupidez.


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Ya bastante irritante resulta el individuo, pero lo que no se puede soportar es una pareja, aún no he observado ninguna sin sufrir a continuación un acceso de asco. Detrás de una pareja sólo hay taras alarmantes. La mayor parte de las veces poco tienen que ver con el amor, bonita excusa, tienen que ver con la miseria. Del amor hablaré en otro momento.


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Ya perdí cualquier esperanza de la filosofía, en el preciso momento de esa pérdida me convertí en el suicida que soy, suicida por que dejo escapar todas mis ideas.
La filosofía está preñada de enfermedad, una enfermedad que nos ayuda a sufrir la vida.

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En esos instantes en que me abandono a la nadería, a la inactividad, es cuando se apodera de mí la dulce melancolía, cuando me invade la agridulce pesadumbre. Es en cambio cuando me zambullo en alguna actividad cuando presiento que me escapo, que huyo de la verdad fundamental que me precede y espera: el vacío.


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Dios, la dudosa explicación con la que calmaba mis dudas se tornó más adelante en un bochorno espiritual. Esa explicación podía convertirse en mi enemiga si las malditas dudas seguían azuzándome. Luego me quedé con las dudas al abandonarme Dios, que tal vez me espere en el Juicio Final con algo desagradable en justo pago a mi “consecuencia”.


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Dios, concepto vago, demasiado abstracto y aún más manoseado e infectado por religiones, se manifiesta en los recovecos más oscuros de los miedos y las esperanzas. Dios, el cálido concepto es el frío que congela el universo. El día que reviente el sol se manifestará en todo su gélido esplendor.


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Ignoro por qué tengo que aniquilar ídolos, tal vez por una tara psicológica, tal vez por la convicción de que cuanto menos dioses existan más divinos seremos todos.
Quizá piense eso ante la apabullante estupidez con que me masacran los demás.
No lo sé.


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Cuando pienso que he de trabajar para vivir dudo entre el suicidio o animalizarme. Tanta aberración hace imposible la eudemonía.


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¿Hay algo más patético que una bronca entre amantes?: la reconciliación.



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No puedo engañarme, en cuanto conozco a alguien un poco, siento el impulso visceral de renegar de él. No soporto a nadie, ni tan siquiera a mí, aunque conmigo encuentro mas razones para ser condescendiente. Tras encontrar la capacidad para cuestionarme alcanzo una autentica autoridad para hablar de mí sin mentir demasiado. Para tolerarme, al menos no desprendo ese tufillo a mentira bochornosa que encuentro en cada individuo. La lucidez viene tras el desengaño, la sensación de haber dado con las claves de la verdad viene después de haber desvelado cuál es el mecanismo que acciona nuestra ficción. No es que seamos demasiado humanos, es que somos demasiado gilipollas. La Historia es el relato conjunto de estupideces encadenadas. Nuestras estupideces, de algún modo. Me repugna hablar en plural, englobarme dentro de algún rebaño inevitable. Soy hombre, soy español y soy algo más que eso. Hay otro en las mismas circunstancias, aunque eso es una mera suposición.


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Hay razones para maldecir todo aquello que nos hace felices, aunque la principal es que precisamente eso que nos hace felices antes o después nos empujará a la infelicidad más profunda. Lo que puedo concluir de todo esto es que sólo si no hacemos depender nuestro discurso de nada nos haremos invulnerables a las felicidades y a las infelicidades. No depender más que de nuestro espíritu sería la meta pragmática a alcanzar, por razones lógicas, estéticas y hasta morales.


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No sé hasta qué punto puedo fiarme de mí, de hecho no sé hasta qué punto puedo fiarme de nadie, ni de nada, probablemente.


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No sé cómo evitarlo, ni por qué habría de hacerlo, pero el hecho es que a menudo sufro accesos de...¿soberbia?. Basta con subir al bus, al metro, con salir a la calle. Viendo al rebaño me resulta demasiado fácil despreciarlo. Alguien debía decirlo. Sin embargo creo que no puedo sentirme superior, en la estupidez se puede encontrar cierto confort existencial del que yo carezco, es más, hay actividades prácticas y hasta circunstanciales en las que me superan ampliamente, así que... cómo sentirme superior. Sí lo hago, no obstante, desde ciertos etéreos puntos de vista, tales como situación ergonómica frente al hecho de la existencia. No sé. Me son demasiado ajenos como para pronunciarme al respecto con más rigor del de la mera intuición.


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Entre todas las enfernedades mentales la más común es la necedad, entendida más cómo carencia que como enfermedad reúne sin embargo más peculiaridades de la última que de la primera, así que si bien arranca de una deficiencia que no se es capaz de reconocer, es en base a esa ignorancia elemental a lo que crece paulatinamente el grado de necedad hasta alcanzar el estadio patológico reconocido por casi todos, pero el necio resulta un individuo infeccioso, que contagia desde una doble vía su necedad, por un lado inconsciente, al entrar en contacto con otros tullidos mentales en cuanto a capacidad crítica,(los no vacunados) y por otro lado de forma activa, al intentar persuadir con su mentira a otros susceptibles de identificarse con ella (los necios latentes). El único tratamiento es el shock de la verdad, pero muy pocos lo pueden soportar.

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Estamos intoxicados por el cúmulo de mentiras con que nos visten durante toda nuestra existencia, a su vez nosotros mismos nos construímos las mentiras propias, personales e intransferibles con que aderezamos la vida cotidiana hasta creernos que ese esperpento de cielo que nos hemos creado nos parezca real, si no, no es posible que nos creamos las consignas religiosas, políticas, morales y estéticas que pueblan nuestros recuerdos.


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Cómo no ser un náufrago en este océano de mentiras.



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Debo ser un amargado, las películas más vistas, como los libros más comprados o los discos más oídos generalmente me parecen vomitivos, a su vez las películas de culto, los guetos culturales minoritarios y los grupos reducidos pagados de si mismo también desprenden un tufillo que me irrita. Pienso que son estúpidos y que dividen la realidad por parcelas. Pero tal vez el estúpido sea yo. No me creo nada de lo que me cuentan, pues huele a falso. Sólo hay lugar para la falsedad.


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Os contaré una verdad: tras cada verdad late una incertidumbre.


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La tiranía de lo real abdica a manos de la locura, otra tiranía que no huele mucho mejor. Confundir locura con genialidad es confundir la estupidez con el cuestionamiento de las dudas. Hay genios de ciertos aspectos que adolecen de una locura repugnante. Pero son facetas diferenciadas. Únicamente la exaltación de ambas como un todo nace de espíritus tullidos que proyectan la superación de sus miserias en un ideal bastante... equívoco. La realidad, como la vida, es tirana, como la locura; una tiranía que sólo se vence con “arte”, con la creación que nos permite crear y modificar de acuerdo a nuestros caprichos, que nos permite reventar el universo de lo existente, de lo imperante, para utilizarlo, para concebir un hueco por el que deslizarse.



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Cabe la seria posibilidad de que Cristo no fuera hijo de Dios. Como cabe la seria posibilidad de que Dios no exista. Y cabe la posibilidad de que si existiese no tuviera nada que ver con toda esa sarta de estupideces que nos han inyectado con mayor o menor fortuna.


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Cualquier intento es una estupidez, como la misma resignación.


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La felicidad es un delirio, en cuanto rozamos algún síntoma de divinidad, sea la belleza, el arte o el orgasmo pensamos que lo hemos conseguido, pero no es cierto, ni por una décima de segundo. La divinidad no puede ser efímera, y aquí todo lo es. La felicidad está reservada a los dioses, pero los dioses han muerto todos, dejándonos huérfanos, irremediablemente tristes. Ahora sólo nos queda conformar una divinidad triste para que el delirio no desencadene en locura. Pero quizá eso ya resulte indiferente.


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No hay que ceder un ápice ante la necedad, pues basta una sola concesión para que se precipite sobre uno.


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Guardar las distancias respecto a lo irresoluble, lo estúpido o lo “inadecuado” es un anhelo razonable y necesario.


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No soy sino un mero instrumento de mí mismo. ¿Y tú? Me utilizo para aislar mi yo del delirio de lo cotidiano, para permanecer indiferente ante la desmembración de algo que jamás estuvo unido. En definitiva, no puedo ser yo por que de contrario dejaría de serlo. El yo se pudre en contacto con la sociedad, de ahí que necesite el alimento de la soledad para reconstituirse, el patrocinio del silencio inteligente para salvaguardar los valores de la propia integridad.


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El nacionalismo, una de las lacras de la Historia, no es sino una manifestación de miedo. El miedo, por su parte, alimenta esa clase de delirios propios de los necios, de los débiles, que asociados bajo una tribalidad determinada construyen una mentira que les permita resguardarse del calor abrasivo de la verdad. El miedo a lo ajeno y a lo íntimo de cada uno de nosotros es lo que nos hace enarbolar una bandera, gritar proclamas y dejarnos guiar por las modas, huyendo de aquello que nos conduce a nuestra esencia más profunda. Cualquier forma de sociedad, de asociación, destila gotas de temor, temor próximo a una patología existencial, pariente cercana del fanatismo.


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Soy un cobarde, menos mal.

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